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Asentamiento Histórico Chino

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La amarga vida lejos de China

Entre 1860 y 1880, más de 8.000 chinos llegaron a Nueva Zelanda. Vinieron para trabajar en lo que les surgiera, no para establecerse. La idea era ganar la mayor cantidad de dinero y volver a China con los suyos, a los que habían dejado atrás.

Aquí, en Arrowtown suponían una fuerza de trabajo de casi el 40% y extrajeron el 30% del total del oro obtenido. Ya se sabe que los chinos son famosos por trabajar de sol a sol y por su constancia, así que muchos de ellos fueron explotados hasta la extenuación por desalmados patrones que lo único que pretendían era enriquecerse de manera rápida y con las manos bien limpias.


Tuvieron que luchar contra el durísimo clima de las montañas, pero también contra la hostilidad hacia su raza. Y eso que llegaron al pueblo invitados por las autoridades, que vieron como pasada la primera etapa de la fiebre, los mineros habían abandonado la ciudad y ésta iba cayendo en el más absoluto abandono.

Así que los chinos llegaron y fundaron este asentamiento que visitamos. Pequeñas cabañas, apenas chamizos de una sola pieza, hechos de dura piedra y que apenas les cobijaba en el frío invierno, una tienda donde adquirir alimentos de primera necesidad ( ya que no se les permitía comprar en los colmados de los blancos) y poco más, conformaban el pequeño reducto que hoy ha sido restaurado para que su epopeya no quede en el olvido.

Al principio fueron bien recibidos, admirada su capacidad de trabajo y su tenacidad, pero según crecía su número, se originó un sentimiento xenófobo hacia ellos, llegando a temer que Nueva Zelanda llegara a ser poblada por "seres de raza inferior, con sus enfermedades y costumbres bárbaras".

Aún así, algunos de ellos consiguieron casarse con maoríes y de esta manera mezclarse con la población del país, siendo el origen de gran parte de la multiculturalidad de Nueva Zelanda.

Pero el resto decidió regresar a China, casi igual de pobres que antes, tocados a muerte por las enfermedades y penurias, con un sueño hecho añicos, con sus fuerzas mermadas y malgastadas en beneficio de otros.

Un paseo por el asentamiento nos da una ligera idea de las condiciones en las que vivieron durante décadas. Entremos a las casas, toquemos las paredes, respiremos su aire, intentemos por un momento sentir su angustia, su melancolía, su destierro voluntario. En el ambiente flota una amargura que el pasar de los años, de casi dos siglos, no ha conseguido atenuar. Es el dolor de aquellos que han buscado fortuna y un porvenir mejor y se han dejado la vida en el intento...
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