Del sitio supe por casualidad. Llegué a ...
Del sitio supe por casualidad. Llegué a Guayaquil sin saber casi nada de Ecuador, pero abierto (y atento) a aprovechar todas las oportunidades que tuviera para descubrirlo. Al día siguiente, conocí a Anita, ecuatoriana, y a Patrick, belga, quienes partían a Quilotoa. Me contaron de qué se trataba y acepté su invitación a embarcarme con ellos esa misma noche. Ellos llevaban una guía Lonely Planet de Ecuador donde sugerían el lugar, con todas las indicaciones para llegar, pero con tantas alternativas que costó decidirse entre ir directo a Quilotoa, o pasar una noche en Zumbahua o Latacunga, donde debíamos hacer escalas previas. Como llegamos temprano a ambos lugares, decidimos partir de inmediato a Quilotoa.
En Zumbahua nos subimos a una camioneta llena de serranos con sus ropajes típicos, que nos enseñaban a decir algunas palabras en Quichua. Eran muy amables, de risa fácil, y se alegraban de que fuéramos a conocer desde tan lejos. Al llegar, nos instalamos rápido en un hostal en la comunidad de Quilotoa que, pese a algunos problemas de fontanería, estuvo bien. Ya estaba anocheciendo y paseamos en penumbras por el lugar, que ya prometía. Luego, pasamos la noche compartiendo con la dueña del hostal y algunos turistas que andaban en la misma que nosotros.
Al día siguiente, fuimos a primerísima hora a conocer, ya con luz de día, el cráter y la hermosa laguna que lo distingue. Apenas se dejó ver, hubo un momento de silencio y bocas abiertas, y empezamos a caminar hacia abajo totalmente entusiasmados. Nos divertimos mucho sacando fotos desde distintos ángulos a medida que descendíamos. A cada paso que dábamos descubríamos cosas nuevas, paisajes imposibles, era como si el lugar se reinventara constantemente, no parábamos de sorprendernos. Me hubiera gustado tener o darme el tiempo de dar la vuelta completa al cráter, pero nos conformamos con pasear por un sector de él. Tampoco tuve oportunidad de arrendar un kayak que había abajo (aunque con el frío que hacía a esa hora, lo hubiera pensado mucho).
Luego se nos unieron Julia y Kathrin, dos chicas alemanas que alojaban allá, y juntos comenzamos una caminata de 6 horas hacia Chugchilán. Contamos con la ayuda de Anisito Díaz, un habitante del lugar, que nos cargó las cosas en su mula y nos guió en un camino no siempre claro, pero nunca difícil. La caminata fue alucinante, seguimos bordeando el volcán y nos dimos cuenta de lo inmenso que era, el color turquesa de su agua tomaba distintos matices a medida que seguía subiendo el sol. Después tocó bajar y subir una quebrada inmensa para llegar al ameno pueblo de Chugchilán, donde otra aventura comenzaría.
Aunque fueron sólo 24 horas las que estuve en el lugar, nunca me voy a olvidar de semejante paisaje, y de tanta gente amable que conocimos. Quedamos cansadísimos, pero a la vez energizados para seguir aprovechando al máximo la excelente oportunidad que teníamos de recorrer esos lugares tan recónditos para uno que viaja de tan lejos.


