La cuna de la antigua Monoikós
En lo alto de la sagradísima roca de Mónaco, mucho antes de que se construyera el castillo de opereta que hoy preside la Place du Palais, se alzó hace miles de años un templo que honraba al héroe griego Hércules.
Precisamente de ahí viene el nombre del principado. Mucho más tarde, y tras pasar por manos romanas, ligures, sarracenas y demás pueblos mediterráneos, llegó a la Edad Media como uno de los lugares más codiciados por los estrategas europeos. Su bahía y puerto, al abrigo de vientos y tormentas y sobre todo la Roca, eran lugares de valor incalculable para controlar la zona sur de Francia.
A lo largo de los siglos, el promontorio que hoy asaltan otro tipo de legiones, las de los turistas, sigue siendo referencia para toda visita a Mónaco.
Recomiendo subirlo a píe, recorriendo una senda arbolada, llena de estanques y bancos que parte desde la Avenue de la Quarantaine y lleva hasta la gran plaza del palacio. Allí, más que disfrutar de la edificación, que realmente no tiene nada especial ( ni siquiera su interior), lo que debemos hacer es recorrer las terrazas naturales y artificiales que rodean la cima, para obtener una visión fabulosa del puerto, del acuario, la catedral y por supuesto la bahía, con los fabulosos yates anclados y toda esa nube de glamour que parece envolver el enclave.
Sinceramente de Mónaco me quedaría con las vistas que se ven desde aquí y por supuesto una visita a su casino.


