Salgo del callejón donde se esconde el ...
Salgo del callejón donde se esconde el hostal Medina, atravieso un viejo arco, y veo las olas romper contra la vieja muralla. ¡Bum! Las olas salpican la calle, suenan con estruendo. Me voy siguiendo la costa afilada hasta el faro. Una fortaleza austera domina la colina.
A sus pies, hasta la orilla del mar, y rodeando el humilde puerto viejo lleno de barcas de colores, la tierra seca y árida está cubierta de innumerables tumbas blancas. Las más antiguas el tiempo ya las ha deshecho. Todas miran hacia La Meca y tienen el mismo tamaño, pequeñito, casi como si allí, a lo largo de los siglos, sólo se hubieran enterrado niños. La imagen es sugestiva y grandiosa. La costa, barrida por el viento, tiene aquí y allá ruinas de los aglabíes, una dinastía musulmana que dominó Túnez en el siglo X. Están desmoronadas, lamidas constantemente por el mar, sin embargo se las ve imponentes.
Mahdia, enclavada en una península muy estrecha, tiene además una medina pequeña donde reina la calma. La vida gira alrededor de la Place du Caire, una placita donde a la sombra de los únicos árboles de la villa toman eternos cafés los hombres del pueblo. No es que en Mahdia no haya turistas, pero afortunadamente están lejos del pueblo, metidos en grandes complejos hoteleros sobre la playa. Esto ha beneficiado al pueblo y a su ambiente, que parecen vivir todavía en el más lejano y sereno pasado.