La bahía humeante
Había escuchado hablar mucho de Reykjavik, de su vida nocturna, su energía, y de lo fácil que resultaba enamorarse de ella. Bueno, cuando la conocí me pareció que se había exagerado un poco.
No es que no me gustara, pero después de visitar Hellsinki o Copenhague, la capital de Islandia no me pareció más que un pueblo grande, eso sí muy cosmopolita e inquieto culturalmente.
A sus habitantes parece no importarle este hecho, creo que incluso se sienten orgullosos.
Aquellos vapores humeantes que provenían de las fuentes geotérmicas, han sido reconducidos y utilizados para fines modernos y ecológicamente supersostenibles, lo que es digno de la mayor alabanza.
Ahora, aquella aldea que empezó a tener su lugar en el mundo a partir de 1750 con la creación de fábricas de textiles y curtido de lana y que en la II Guerra Mundial fue un lugar estratégico en el Hemisferio Norte, muestra hoy un centro histórico compacto, con varias calles comerciales como Laugavegur, otra de artistas de vanguardia.
Hay que tener en cuenta que dos terceras partes de los habitantes de Islandia viven aquí, y por tanto es un sitio de bastante ajetreo; a pesar de eso es tranquila, agradable y llena de rincones curiosos, como las casitas hechas con láminas de uralita y acero que se rodean de preciosos jardines, futuristas edificios que contrastan con el viejo parlamento o los restos de antiguos asentamientos vikingos, el puerto viejo con sus restaurantes y bares, la preciosa zona de Laugardalur con su Jardín Botánico o el lago Tjörnin.
Simplemente es delicioso el pasear por sus calles, curiosear en sus tiendas y parar de vez en cuando a sentir el latido de la capital más septentrional del mundo.