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Ruta de la seda

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En la Ruta de la Seda

Excelente

Aunque la Ruta de la Seda nunca fue denominada así por los miles de comerciantes que transitaron sus caminos desde el siglo II a.C. hasta su decadencia el siglo XVII, por no poder competir con el trafico marítimo, la denominación por la que hoy es conocida, inventada en el último tercio del siglo XIX, ha hecho fortuna y a ella nos atendremos.
La ruta terrestre más transitada por el norte, desde Xi’an, la antigua capital china, dejaba el valle del río Amarillo para ascender hasta Dunhuang y cruzar Asia Central por los actuales Kirguistán, Uzbekistán y Turkmenistán, para terminar adentrándose en las majestuosas capitales de Irán, Irak y Siria hasta llegar por mar a Bizancio. Había rutas más al norte, por tierras de Mongolia, y también al sur del Himalaya, por las ciudades indias de Benarés y Jaipur, y por Pakistán y Afganistán, que enlazaban con la ruta más transitada tras atravesar la cordillera de los Zagros. También existían rutas marítimas por los mares del sur, que llegaban hasta Java, e incluso, desde Tiro, a Alejandría, surcando el Mediterráneo.

La seda, el jade y las porcelanas rumbo a Occidente y el vidrio y el coral que llegaban a Oriente no eran las únicas mercancías que transitaban por la ruta, porque la pólvora, el azúcar o el papel eran también productos muy valorados. A los mercaderes podían acompañarlos personajes ilustres como Marco Polo o Ruy González de Clavijo, e incluso misioneros como los franciscanos. Al lado de los hombres, los intercambios técnicos, culturales y religiosos también encontraron acomodo en la ruta y contribuyeron a fomentar la tecnología entre ambos continentes.
Nosotros aterrizamos en Urgench y salimos de inmediato para la milenaria Jiva, en medio de la nada. Lo más destacado de la ciudad es el barrio de Itchan Kala con sus elevadas murallas, su arquitectura árabe y su magnífica puerta de entrada, en cuyo corredor de acceso la venta de artesanía y gorros uzbekos ha sustituido al mayor centro de comercio de esclavos de Asia Central en el siglo XIX. Este museo al aire libre que contemplamos era el último oasis antes de adentrarse en el desierto de Karakum con la intención llegar al oasis de Merv. La mezquita Juma conserva parte de sus viejas columnas labradas de madera y el minarete de la madrasa, con sus 57 metros de altura y poco más de cien años, deslumbra desde cualquier rincón de la ciudad, donde las gentes se reclinan en camastros a la puerta de casa, se agrupan en las plazas y visten con sencillez, predominando el negro en las mujeres.
Camino de Bujara, desde el tren que transita por el desierto pueden vislumbrarse algunos oasis donde se agrupan las viviendas a lo largo del río Amu Daria, que en algunos tramos hace de frontera con Turkmenistán. La ciudad es, sin duda, esplendorosa, incluso fantástica cuando, tras la puesta del sol, encienden la iluminación de su plaza central y sus madrasas. Antaño fue un gran centro cultural y religioso; hoy lo es turístico. Sus habitantes, musulmanes, dicen ser más tayikos que uzbekos y en sus edificios predomina la arquitectura turca, aunque no falte algun mamotreto que recuerda el dominio soviético. El minarete Kalon aparece de súbito al doblar una esquina al anochecer. El cuerpo reacciona con una parada instantánea para admirarlo. Sus 47 metros los levantaron en 1127 y, aunque nos lo ocultan a los turistas, era conocido como “la torre de la muerte”, porque, según una leyenda similar a la del campanile de Venecia, desde ella arrojaban a los condenados a muerte por los jeques. Hay bastantes mezquitas y madrasas desperdigadas por la ciudad, alguna con un pórtico de madera columnado realmente bello. La pequeña madrasa Chor Minor, escondida en un depresión del trazado urbano, exhibe cuatro minaretes coronados por cúpulas color turquesa, todas ellas diferentes.
La leyenda dice que Alejandro Magno pisó la ciudad y que Gengis Khan la destruyó en 1222, aunque indultó al minarete Kalon. Quien mandaba era el emir y, a tenor del aspecto de la fortaleza de Bujara, debía hacerlo con algún temor, dado el grosor de las murallas, que no aguantaron el asedio del fundador del imperio mongol. Hay edificios que transmiten el alma de sus mandatarios, como bien sabe quien visita la catedral de Valladolid y tiene alguna noción de la biografía de Felipe II. Es también el caso de esta fortaleza. Los samánidas, en teoría sometidos al califato abasí, también dejaron su rastro aquí, como atestigua un mausoleo del siglo IX. El calor es irritante, como en Jaisalmer. Los iranios no exportaron aquí sus torres del viento para refrigerar los edificios.
Encontré a sus gentes más abiertas que en Jiva, con vestimentas más coloridas en las mujeres; amanuenses en las puertas de las mezquitas, que me recordaron a los escribidores del zócalo de Arequipa; y jóvenes artesanos callejeros, occidentalizados con vaqueros y gorras de Calvin Klein. Destacar los amplios y abovedados bazares y mercados, con unas suculentas cerezas y frutas que saben a fruta. De nuevo en el camino, no nos atrevimos a probar la bebida de leche de yegua que nos ofrecían los pastores a pie de carretera. Los nativos sí la bebían con fruición, tras comprala para apagar la sed producida por el calor de justicia de este clima desértico.
En Shahrisabz se conservan algunos restos del palacio de verano de Tamerlan, donde han plantado una escultura suya de dimensiones colosales. Desde el Estado, como ha sucedido en todos los lugares a lo largo de la historia, están construyendo una nación, y la sustitución de Lenin por Tamerlan en los espacios públicos es un acicate de manual para conseguirlo. Naturalmente, el encanto y la familiaridad de las gentes del lugar, que yo calificaría de dulces, y los mercados populares dejan más huella que las efigies populistas, sean de Amur Temir, de Lenin o de cualquier otro caudillo de la historia labrada a sangre y fuego. La huella rusa tampoco parece haber calado demasiado entre estas gentes risueñas.
Al llegar a Samarcanda, el corazón da un pequeño salto, porque estás en el centro de la leyenda de aquellas ilusiones juveniles que provocaba la lectura. Pasa también, aunque a la inversa, cuando contemplas los caravasares abandonados, porque en tu imaginación los veías llenos de camellos, bellas mujeres y adustos mercaderes, pletóricos de vida y andanzas. Esta ciudad llena de cúpulas azules, donde confluían las caravanas de Oriente y Occidente, es más extensa y verde de lo que imaginaba. No sé si será la ciudad más bonita del mundo, pero su belleza es evidente. Cuando llegó Clavijo en 1404, tras más de un año de viaje, la ciudad estaba llena de artesanos, orfebres y armeros, procedentes de un imperio que se extendía desde Anatolia hasta el océano Indico. El clavo, la canela y la nuez moscada impregnaban entonces los mercados de esta Babel de lenguas y religiones. Hoy, el bazar de Siyob huele a sándalo, pero es modesto, repleto de frutas, verduras, huevos, frutos secos y productos de primera necesidad, como el hígado, aunque no falta la seda, las alfombras ni los kurt, unas bolitas secas y saladas de requesón agrio.
El meollo de la ciudad está en el Registán, una plaza pública de pago con tres madrasas, cuyos habitáculos de estudiante coránico se han convertido en tiendas turísticas. Al anochecer hay un espectáculo nocturno de luz y sonido que aplega a todos los turistas de la ciudad y a bastantes nativos. El juego de luces realza la belleza del lugar. Durante el día, el interior decepciona un poco por el exceso de tiendas y de turistas vestidos de uzbekos para la foto, aunque la mezcla cromática de la cúpula interior de la madrasa central es una joya que no te permite distraer los ojos ni por un instante. Desde los pisos superiores la visión de los patios y del conjunto es más placentera. Subir al minarete, dada sus estrechas dimensiones de su escalera, ni te lo planteas.
La inmensa mezquita Bibi-Khanum del s. XIV, en un altozano, fue una de las más grandes del mundo y destaca por su magnificencia externa con una cúpula de más de 40 metros, aunque su interior se presenta bastante deslucido. Dice la leyenda que le costó la vida a la favorita del caudillo por besar a su arquitecto. Por el contrario, el mausoleo de Tamerlan está exquisitamente conservado. En el exterior, amén de su grandiosidad, destaca la cúpula azul celeste y las dos magnificas columnas, con funciones de minarete, que la custodian. En el interior, el pasadizo que te lleva a la tumba del héroe, de blanco impoluto en las paredes y los arcos, contrastando con el intenso azul de los azulejos inferiores, parece un camino de luz. La tumba, envuelta en paredes de brillante mármol, está cubierta por una cúpula tan esplendorosa que olvidas las cervicales al contemplarla.
El complejo real de Sanch-i-Zinda, dicen que es el cementerio más bonito del mundo. Para gustos los colores. A mí me gusto más el de Koyasán, la montaña sagrada al sur de Osaka, lo cual no desdice nada a esta maravillosa colección de mausoleos de personajes reales y de nobles de los siglos XIV y XV. El espacio y el color, combinados con armonía, flanquean las angostas calles medievales del recinto. No falta la leyenda de la tumba de un primo de Mahoma, decapitado por los zoroastrianos, y la fuente con poderes curativos de su tumba, que impulsa el turismo religioso. Cada mausoleo es un recinto cuadrado, ricamente decorado, con un domo y una entrada porticada, formando todo el conjunto del complejo funerario una composición armónica. Su interior de ladrillos está cubierto de azulejos, mosaicos y textos coránicos. El polvo de los cuerpos está en las criptas, bajo las lápidas. Lástima que la mayor parte del complejo no sea original. Para los visitantes nativos, los gordos, calvos y barbudos debemos ser gente rara, porque te piden bastantes fotos. A las turistas rubias, también.
Nos acercamos a Melos, para ver el proceso de producción del papel de morera, y seguimos viaje por Toshkent, donde hay que bajar al metro para ver la imitaciones del moscovita. En la capital, el presidente y los políticos tienen mala fama, como en todos los sitios. Aquí, la tumba de las madres sufrientes ha sustituido a la del soldado desconocido. En Kokant encontramos campos de arroz y degustamos el arroz plov en un restaurante cuyas mesas son plataformas sobre el río. En Rishtan asistimos a las curas del mal de ojo, y en Fergana al deshilado manual de los capullos del gusano de seda, que unas jóvenes tejen en Margilan haciendo bailar a sus pies sobre la plataforma que mueve el urdimbre de sus rústicos telares, al tiempo que impulsan la trama con las manos. Algunas niñas trabajan encogidas ante nuestra presencia y un par de recién nacidos duermen junto al telar que maneja su madre. En Dustlik, ante el paso de la frontera, el trasiego de mercancías en las maletas y bolsas de las prevenidas pasadoras es mareante. En mi caso, tras decirle el guía que eramos españoles, el aduanero se limitó a hacerme gritar: !Visca el Barça¡ para estampar el sello.
En Kirgystán entramos por Osh. En la ciudad nos espera una gran estatua de Lenin y un municipal entrado en quilos que quiere fotografiarse con nuestras compañeras. Contemplamos la ciudad desde la montaña de Salomón antes de bajar a recorrer sus calles, llenas de pequeños patios, algunos con marihuana, y cocinas populares con amplios recipientes de cerámica en los que cuecen el pan enganchándolo en los laterales, y las verduras, la carne y las hortalizas en el fondo, junto al rescoldo. El pescado es un lujo en este lugar. Lo vende, ya frito y especiado, una señora entrada en carnes en un carrito ambulante. En nuestro camino hacia Chinchkan, un valle interior, pasamos por Uzgen, una ciudad con más de dos mil años de historia y una torre del siglo XI desde la que puedes contemplar la ciudad. El valle es bastante abrupto, atravesado por un río de aguas mansas. El paisaje está salpicado de yurtas blancas y marrones, lagos color turquesa y manadas de caballos. Las montañas del fondo aparecen nevadas, el barbarisco se esconde entre los matorrales y el edelweis salpica los prados por doquier.
En Bishkek, la capital del país, hay una replica de la Mezquita Azul, una escultura de Marx y Engels conversando y otra de Manás, el héroe que peleó contra los uigures en el siglo IX y que ahora ocupa el lugar de Lenin en la plaza Ala Too. También hay barrios que acaban de estrenar el alumbrado público. La efigie de Lenin merodea por los alrededores, en segundo plano, detrás del museo nacional. Las antiguas fábricas textiles se han convertido en edificios de oficinas y negocios. Aquí la influencia soviética es más evidente, pues, no en vano, el imperio ruso conquistó el territorio en 1876, apenas una decena de años después de proclamarse independiente. Hay más héroes por las calles, e incluso un par de heroínas. Y por supuesto un bazar, que parece un laberinto, con mujeres que pregonan su mercancía con el móvil en la mano y hombres con sentido de humor, educados, ceremoniosos incluso. Algunos venden nasvay, una popular droga legal en forma de bolitas elaborada con tabaco, ceniza y excrementos de aves. Los platos de comida son generosos y bastantes clientes salen con sus sobras del restaurante. El cordero es sabroso, aunque demasiado especiado, y las berenjenas extraordinarias, como en Turquía. Lo más curioso es que en su idioma los artículos “el” y “ella” no existen, es decir, no hablan en masculino y femenino.
Camino del lago Issyk Kul, el contrabandista de gasolina en la frontera kazaja –un paso de servidumbre en territorio de Kazajistán por el que discurre la carretera que formó parte de la ruta– me quiere cobrar un dólar por la foto que le he hecho. Más adelante vemos un rebaño de yaks y, en el valle del Chuy, paramos para contemplar la torre Burana, un minarete del siglo XI, único resto que queda de Balasagun, una antigua ciudad sogdiana fundada en el siglo IX por los persas y conquistada por los mongoles a principios del siglo XIII. Algunos restos arqueológicos, incluidas esculturas, están esparcidos por sus alrededores. Paramos también en Chopon-Ata para ver sus petroglifos e intentar descubrir alguno nuevo en ese mar de piedras, una afición muy extendida entre los senderistas del país. En las inmediaciones del lago una factoría vende pescado ahumado, del que nos abastecemos para la cena.
Nuestro campamento a pie del lago es de ensueño, con las yurtas cobijadas en la falda de la montaña blanquecina y tornasolada en la cumbre al atardecer. El baño en el lagoes rápido. El agua, fría, aunque le denominen “el lago caliente” por sus manantiales térmicos. El hostelero amable, incluso nos dejo jugar una partida de mus tras la cena. Eso sí, protegidos por un biombo de miradas ajenas, quizá porque el juego de cartas no esté bien visto allí. No pude descubrir la razón. Ellos se entretienen con el juego de la cabra y el de los veinte agujeros con piedras, que no acabé de entender. Las caminatas por estas montañas compensan siempre, un día por haber encontrado un kurgan, una tumba escita; otro por contemplar como los nativos comen con los muertos en el cementerio, las tumbas reservan un espacio para la mesa de metal; al siguiente por haber saludado a una familia nómada, que inmediatamente te invita a probar su leche de yegua. En este trance no te puedes negar sin ofenderlos. Es agria, muy agria. Tienes que prever la situación y llevar en tu mochila algo con lo que compensarlos, no necesariamente valioso. Tampoco dejamos de visitar el museo de Przhevalski, que murió de tifus junto al lago y no pudo cumplir su sueño de visitar Lhasa.
Existen mil historias sobre este lago de montaña, una escala en la Ruta de la Seda. Las más destacadas giran entorno a los rehenes persas de Alejandro Magno que fundaron allí una ciudad, la tumba de Gengis Khan en el fondo del lago, el relicario con los restos del evangelista Mateo, las piedras que sirvieron a Tamerlan para contar al pie de sus playas los muertos en una campaña, e incluso la existencia de un monstruo marino que se lleva al abismo a los humanos que se bañan en sus aguas. Yo salí indemne. La presencia de una ciudad del siglo V a.C., sumergida a raíz de un terremoto en el siglo XVI, y de un monasterio armenio, sí tienen un cariz científico. También han encontrado en cementerios de la zona cadáveres de 1338 infectados de peste negra, una fecha algo anterior a la de su penetración en Eurasia.
En Karakol nos acercamos a la catedral de madera, una imitación de la de Kazán, en San Petersburgo; también a la mezquita dungan, que son descendientes de los hui y no de los uigur, aunque ambos sean musulmanes chinos emparentados. Dicen que no se utilizó ni un solo clavo en su construcción. Es posible, pero hoy los clavos son visibles en las reparaciones. Dimos una vuelta por el valle Kok Jaiyk para ver “los siete toros” y “el corazón roto”, unas rocas rojizas bautizadas así por los nativos. Acabamos bajando a Djety Ogüz, el pueblo más cercano, que como la mayoría de las poblaciones por las que pasamos en Kirguistán, tiene una pequeña mezquita recién levantada, al parecer financiada por Turquía de la mano de Arabia Saudita. En Tamga fui incapaz de encontrar los petroglifos tibetanos de los siglos VIII-IX. A primera hora del día nadie se había levantado en el hostal, y un pastor con el que intenté comunicarme me envió al estadio de futbol y siguió su camino. El budismo llegó allí en el siglo I a.C. y floreció en la región hasta la invasión turca del siglo VII. Tras la excursión de rigor, unas nativas nos mostraron como hacer una alfombra de lana en media hora a base de golpes, agua, trapos de colores, pisotones y rodillos. En Kochkor pasamos tres horas largas asistiendo y practicando la caza del conejo con tres águilas reales. Bueno, con un conejo, pues dados los aspavientos de algunas compañeras, el segundo lo pusieron de trapo, entre sonrisas de los kirguis y, me imagino, frustración de las águilas. Lástima no poder seguir hacía el sur, hasta Kashgar, al oeste del desierto de Taklamakán, desde donde la caravanas de la ruta procedentes de la capital china emprendían el viaje hacia el paso de Turogart para descender al valle Alai y adentrarse en el camino de Samarcanda. El mercado dominical de Kashgar, a decir de las crónicas, sigue siendo legendario, así como su casco viejo, que va desapareciendo en aras del progreso. En el siglo X, la ciudad cayó bajo el dominio árabe y hoy tiene una destacada presencia de uigures. Marco Polo dice haberla visitado en 1273 y señala la presencia de numerosos cristianos en ella. Tamerlan también paso por ella y la destruyó dos décadas y media después.
Camino del lago Son Kul, entre rebaños de caballos, vacas y ovejas, pastores a caballo, paredes de hielo al borde de los caminos, nómadas y arrieros sobre plataformas de cuatro ruedas tiradas por burros, pasamos por la garganta de Barskoon para ver la imagen de Gagarin esculpida en roca, ascendiendo después hasta los 3.447 m por el paso de Kalmak-Ashun. Llegados al lago montamos la yurta, nos vestimos de kirguis y, bien abrigados, salimos en busca de algún aigul, la flor del país, en dirección a la montaña y en compañía de un taigan, el perro de caza de estos lugares. Lo más raro que encontramos fueron unas amapolas amarillas. La puesta de sol es asombrosa. La cena, frugal, la compensan con galletas y mermeladas. La combustión de la estufa de leña dentro de la yurta ha de ser muy lenta para mantener el calor toda la noche, aunque siempre puedes echar un par de cándalos cuando te levantas para ir al servicio, que no está cerca, aunque compensa contemplar el cielo estrellado que te cubre. Estamos a más de 3.000 m de altura, rodeados de altas montañas nevadas en medio de un paisaje mágico. No tengo palabras para describir la paz, la tranquilidad y el bienestar que me invade en este lugar de ensueño.
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