José Antonio Guevara
Nada turba la quietud campirana del paisaje
Nada turba la quietud campirana del paisaje: solamente las torres recortadas contra el cielo, y el esparcido caserío contempla el viajero que se adentra en Los Altos de Jalisco.
Tierra roja con heridas de viejos deslaves, a cuyas grietas se aferran los raquíticos huizaches cuyas raíces no logran arrancar las torrenteras… Ahí, recostada en la agreste ladera que mira hacia el Oriente, la Perla de Los Altos espera a los viandantes.
Es un remanso de paz bajo el espléndido cielo que solamente disfrutan las regiones privilegiadas del planeta: diamantina transparencia de azul en cálido contraste con la vibración intensa de color rojo, de una tierra entrañablemente amada que sufrió de erosión y deterioro.
La tierra de Los Altos de Jalisco… Tepatitlán.
Tierra soñada a la que cantó el poeta, enrojecida por igual con el óxido de hierro que nace en sus entrañas, y la sangre de mil generaciones que van desde los primigenios habitantes, en lucha constante contra las bestias feroces que supone la prehistoria, hasta las huestes heroicas de nuestras luchas libertarias, cuyo recuerdo se escucha aún en los corridos populares: cantares de gesta en cuyas coplas pelea Quirino Navarro y cabalgan los cristeros.
Pequeña ciudad de provincia con aires de gran señora y capital del mundo, que aspira a lo grande y disimula sus carencias, confiada en el tesón inquebrantable de sus hijos, que nada piden porque han aprendido a vivir de sus afanes.
Yo te invito, forastero, a que vengas a mi tierra y convivas con mi gente, y si a ti te pasare lo que a muchos, que vinieron de paso, y prendados de tu cielo se quedaron a formar nuevos hogares, seas mil veces feliz y bienvenido, porque aquí hallarás la paz si la has perdido, y el afecto cordial que habrás soñado…

